jueves, 7 de octubre de 2010

Pueblo en la memoria endulzada (SDDM)

Te voy a orientar en la descripción de mi pueblo:

Mi pueblo se encuentra en un hondo entre montañas, no es grande, ni famoso, ni muy habitado o visitado pero es lugar de descanso y estiage.
Las cuestas no son empinadas, cuando eres niño y estrenas las dos ruedas, crees que si no frenas volarás, sientes que nada ni nadie te pueden parar, pero con el tiempo en los huesos descubres que apenas es una brisa.
Debo hacer una excepción con la cuesta de la farmacia, donde cogí tal velocidad que acabé saltando por encima de la bicicleta al frenar y empotrada casi boca abajo en el muro de un huerto. Nunca olvidaré que en los siguientes cuarenta minutos me dolió más la vergüenza que el golpe.
El frontón, debate su vida entre grietas y cementos repuestos que se van comiendo, balón a balón, su fondo verde y sus casi inexistentes líneas de punto.
Se desconcha cada año un poco más con los rebotes de un partido a cuatro.
En la plaza de arriba, aún pintan los rojos de la cancha de baloncesto. Las canastas van y vienen en temporada.
La Iglesia luce un poco más lustrosa con sus nuevas y  coloradas cristaleras pero en su plaza ya sólo resuenan campanadas tristes, no hay lugar para verbenas, chocolates o campeonatos de parchís aunque en tiempos de mayor abundancia nadie podía faltar. Espero que vuelva pronto la época de riñas por ver quien se cuela en las filas de reparto de bizcocho para mojar en aquel chocolate con sabor a la olla gigante color granate que conservan las abuelas.

Te voy a orientar en los paisajes:

Mi casa está subiendo una cuesta, apretujada entre otras dos divisiones y una placetilla.
La cuesta baja hasta la calle del río, donde un puente del siglo XII adorna el camino rojizo a los campos, las choperas, las fuentes y las eras de almendros.
El castillo, arruinado en la vejez y la dejadez, aún cojea entre innovaciones apoyadas en sus muros. Siempre vigilante de nuestros viajes, lo primero que atisvas al llegar, la última imagen sostenida en la ida.
Los campos, a primeros verdes, amarillean a mediados y los chopos y algún nogal asoman las copas a lo largo y ancho del paisaje.
Apenas sales del camino, coincides con la vera del río, este año, caudaloso, cristalino, cantarín.
Las presas son piscinas donde los chiquillos juegan a explorar, a sentir el agua helada en sus pies, el fango entre sus dedos y fabricando barcos con las hojas de las cañas. Más abajo, se los ve volcar.
De las fuentes no emana el agua, brota a borbotones, los pájaros se posan en los cantos a beber y la gente, cargada con botellas, garrafas y pozales, van al caño a surtirse del agua más deliciosa jamás catada.
De día, el pueblo se queda en la calma de cuatro valientes que pasean a pleno sol, por la tarde, los niños invaden cada rincón con sus bicis y su alboroto, los bares y las plazas se convierten en el punto de reunión por excelencia. Ya casi de noche, la brisa fresca empieza a erizar la piel con el roce de las primeras estrellas y después de la cena, las chaquetas y toquillas van cayendo de los hombros de los eternos paseantes.

Visión del Agosto de 2010 Santo Domingo de Moya

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