Alguien apagó la luz de la calle en mitad del paseo, no importa mientras es de día, pero conforme empieza a oscurecer, ya no caminan si no corren en busca de estrellas.
Hay dos corazones acelerados en este mundo que palpitan aterrados en medio de la negra soledad.
De pronto un muro les tira al suelo.
Primero fue la perplejidad, luego el miedo y ahora la curiosidad gatuna de sentir que el muro es persona.
Ninguno se atreve a preguntar, sus pulsos se aceleran y un suave grito provoca en el otro el mensaje.
Calma, yo te protegeré.
No se tu nombre.
¿A caso no me conocías de antes como yo a ti?
A tientas se rozan los dedos, los entrelazan. Una fuerte presión en el pecho les llena de ansiedad y entonces las manos buscan caras.
Tras un momento de caricias, los cuerpos descubren que inevitablemente se atraen, sobran las palabras, las miradas, sobra la luz cuando se va pasito a pasito, esquivando las piedras del camino.
Te conozco.
Nuevamente una mano misteriosa hace moverse a la tierra, los desconocidos se separan y deben volver a buscarse.
Las preguntas empezaron a sonar, agarrándose a las gargantas acongojadas.
No te muevas, yo te encontraré.
Y de nuevo las manos, las caricias, la alegría, las moléculas a punto de romperse en su agitación, el corazón desatado y los labios besados, pegados, liados.
Sabía que vendrías a mi.
Siempre.
Ni siquiera se dieron cuenta de que la luz había vuelto al mundo.
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