Vamos a fingir un rato, somos dos actores en escena, siempre en nuestro sitio, aparentemente no nos salimos de nuestro papel. Aparentemente.
Dos calles diferentes desembocando en una misma esquina donde nos sorprenderemos al encontrarnos cada mañana.
Un saludo, un pequeño interés por nuestra salud, una mirada al cielo, comentarios al aire sobre el tiempo, quizás hablemos sobre lo caro que está todo últimamente y después, para no desentonar, nos despedimos tras un silencio oportuno antes de que sea incómodo.
Prosigo mi camino, me detengo, echo la cabeza hacia atrás y te busco casi de reojo.
Cuando ya me he dado la vuelta de un tirón, entonces tú, te quedas mirando en mi dirección unos segundos y piensas "vale, bien, ya está".
Por las tardes te busco a lo largo de la calle, la esquina aún mantiene tu presencia pero tú no estás cerca.
Durante el paseo sigo pensando que cada voz que escucho es la tuya, luego me decepciono al ver a otros a mi alrededor. Ninguno de esos pelos es como el tuyo ni sus olores ni sus narices ni sus sonrisas.
Algunas noches me desespero cuando ese algo de ti que quedaba en el camino empieza a desvanecerse ante mi, otras aún te siento cerca, pasaste minutos antes que yo por el callejón de los gatos.
Por último, quedan mis mejores noches, esas en las que después de las mañanas, consigo encontrarte en el mismo lugar donde te espié antes y me alegra tanto verte...Siento que hacía mucho tiempo que no te veía.
Otra vez el saludo, mirada al cielo, que diferencia con esta mañana, algo sobre la cena y como siempre, en mitad de nuestro juego, un beso de despedida. Sabemos que nos veremos en unas horas, que la noche puede ser eterna pero cuando la incertidumbre de la oscuridad asoma, no podemos contener más esta alegría y brota el cariño.
Yo me estiro hacia ti, tú hacia mi, los tirones se suceden, lloramos, reímos y sin poder remediarlo, nos separamos cada uno por una calle diferente pero que siempre vuelve a llevarnos a la misma esquina.
miércoles, 17 de abril de 2013
sábado, 6 de abril de 2013
Nieve en Abril
En una tarde más otoñal que primaveral, las calles de la ciudad empezaron a teñirse de pequeñísimos copos blancos que se derretían en el mismo instante en el que tocaban el suelo.
Ella se preguntó entonces, cómo sería ver cada intermitente de la ciudad, intentando sobrevivir tintineante al cúmulo de la nieve, si la visera de los semáforos se congelaría y quedaría adornada con chuzos cristalinos, tal vez los niños salieran a jugar a la calle como si de un pueblo de montaña se tratara y las bufandas de colores ornarían las aceras.
Los mofletes colarados, los labios cortados, los guantes colgando a fin de sentir la vida del agua congelada, las botas de charol, los gorros y las chaquetas correteando de un lado a otro y las sonrisas incrédulas de los adultos. Esos que ya casi nunca sonríen.
Ella imaginaba cómo sería poder apartar por unas horas todos los noticiarios de las cabezas pensantes y fatigadas, la nieve, por unas horas, descolocaría al personal igual que los regalos de navidad emocionan a los más pequeños pensando quién, cómo y cuándo los dejó allí a pesar de haber intentado mantenerse en vela para descubrirlo.
Qué bonito sería si tan sólo por unas horas, la gente pudiera sonreir perdida en la locura blanca.
La verdad es que no hacía más que chispear en redondo, casi parecía que quería darle forma a las ilusiones que ella tenía en su cabeza.
Unos pasos más lejos del portal, levanta la cabeza, mira al cielo ennegrecido y se pregunta si de aquel tizón podría surgir la alegría blanca y qué curioso resultaba pensar que así es en otros lugares.
Continuaba caminando, para y mira al suelo, nada más que el gris de las aceras moteándose en oscuro.
Al final de la calle la gente parece darse prisa en regresar, viene la lluvia fresca alertando de su ferocidad.
Unos metros más, los relámpagos fotografían dos segundos y un trueno resuena con estruendoso eco por toda la vecindad.
Ella prosigue su paseo, como desafiando al tiempo, como haciéndole ver que no teme una sola gota cayendo sobre su pelo.
De pronto un rugido extraño se apodera de los techos, parece que el mundo tiembla, la lluvia cesa y sin pensárselo dos veces, las nubes negras lloran sueños blancos.
Los gorros, las bufandas y las chaquetas de colores, empiezan a inundar el parque, la expectación es un sentimiento colectivo que pesa en el ambiente, las caras se iluminan, no sólo de frío rojo, si no de cálidas sonrisas, de ojos muy abiertos, sorprendidos.
Ella mira hacia arriba con una leve sonrisa y de alguna forma, da gracias por unas horas de regalos de navidad.
Ella se preguntó entonces, cómo sería ver cada intermitente de la ciudad, intentando sobrevivir tintineante al cúmulo de la nieve, si la visera de los semáforos se congelaría y quedaría adornada con chuzos cristalinos, tal vez los niños salieran a jugar a la calle como si de un pueblo de montaña se tratara y las bufandas de colores ornarían las aceras.
Los mofletes colarados, los labios cortados, los guantes colgando a fin de sentir la vida del agua congelada, las botas de charol, los gorros y las chaquetas correteando de un lado a otro y las sonrisas incrédulas de los adultos. Esos que ya casi nunca sonríen.
Ella imaginaba cómo sería poder apartar por unas horas todos los noticiarios de las cabezas pensantes y fatigadas, la nieve, por unas horas, descolocaría al personal igual que los regalos de navidad emocionan a los más pequeños pensando quién, cómo y cuándo los dejó allí a pesar de haber intentado mantenerse en vela para descubrirlo.
Qué bonito sería si tan sólo por unas horas, la gente pudiera sonreir perdida en la locura blanca.
La verdad es que no hacía más que chispear en redondo, casi parecía que quería darle forma a las ilusiones que ella tenía en su cabeza.
Unos pasos más lejos del portal, levanta la cabeza, mira al cielo ennegrecido y se pregunta si de aquel tizón podría surgir la alegría blanca y qué curioso resultaba pensar que así es en otros lugares.
Continuaba caminando, para y mira al suelo, nada más que el gris de las aceras moteándose en oscuro.
Al final de la calle la gente parece darse prisa en regresar, viene la lluvia fresca alertando de su ferocidad.
Unos metros más, los relámpagos fotografían dos segundos y un trueno resuena con estruendoso eco por toda la vecindad.
Ella prosigue su paseo, como desafiando al tiempo, como haciéndole ver que no teme una sola gota cayendo sobre su pelo.
De pronto un rugido extraño se apodera de los techos, parece que el mundo tiembla, la lluvia cesa y sin pensárselo dos veces, las nubes negras lloran sueños blancos.
Los gorros, las bufandas y las chaquetas de colores, empiezan a inundar el parque, la expectación es un sentimiento colectivo que pesa en el ambiente, las caras se iluminan, no sólo de frío rojo, si no de cálidas sonrisas, de ojos muy abiertos, sorprendidos.
Ella mira hacia arriba con una leve sonrisa y de alguna forma, da gracias por unas horas de regalos de navidad.
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