Libertad abrió los brazos y se lanzó al vacío.
No gritó ni lloró ni siquiera abrió los ojos.
No gimió a pesar de su brazo herido,
de sus manos rotas y sus labios rojos.
No dejó que la sangre que a chorros brotaba
le impidiera rozar el sueño de no rendirse,
de continuar en su lucha contra el viento,
de cumplir los pensamientos que esperaba.
Libertad quería ser, como ya lo fue, libre.
Bajó a mezclarse con las tierras de barro,
quería aliñar su piel con la sal del mar,
probar las frutas de planta y árbol,
correr a saltos con los pies descalzos.
Desde el éter y en un paso, tocó el suelo,
sin mirar que había en el rincón de aterrizaje,
descuidada, demasiado tarde para el aprendizaje.
Una guerra se debatía en medio de su destino.
Una más quebrantando las vidas perecederas,
otra que deja a su paso la negra estela de plañideras,
huérfanos, viudas, desvalijadas que desesperan.
Los filos de acero acariciaron su cuerpo.
Su brazo y sus labios en encarnado llanto.
Su pelo a mechones y trasquilones cortado.
Sus ojos lagrimean sin saber qué estan haciendo.
Sus manos, venas ejecutadas.
Su respiración entrecortada.
Ciega, confusa, se abre paso entre los golpes.
Vuelan los puñetazos, sablazos, empujones...
La aturden, nadie es capaz de verla, escucharla,
nadie se fija en esa figura que vaga por la batalla.
Se encuentra al filo de un acantilado. Se lanza.
Libertad vuelve a casa...
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