Vuelan gaviotas bajo el manto del atardecer,
no van lejos del lugar del que vinieron,
dejan cantos en el viento que sus alas baten.
Molinillos blancos surcan el cielo.
Al rumor de las olas se dejan mecer
como una madre que susurra nanas,
como unos niños que lloriquean últimas lágrimas.
Casi una madrugada desvelada.
El horizonte es un anillo de fuego morado,
un ojo turbado en el rasgado escozor,
pupila salpicada de ocres, verdes y rosados.
Destellos en su iris empiezan a romper el color.
A bajo, la arena, se eleva en ínfima partícula,
corre brevemente hacia la espumosa orilla,
enterrando de luto donde estrella trémula,
cada salto de agua de la oscura mar.
Las gaviotas reposan y se dejan llevar,
las algas despojadas acarician sus patas,
las gotas saladas empañan su mirada.
Y mientras, algunas, empiezan a volar.
Va cerrándose el ojo en rojo, amarinado,
el sueño llama a más estrellas insomnes,
las gaviotas ya no cantan ni vuelan, anidan.
Las olas son las únicas sirenas en la noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario