Gotas de lluvia acarician las teclas de un piano varado en la orilla de una playa trazada a pasos lentos, desfigurados con los besos del mar.
La suave melodía se deja arrastrar por la brisa mientras alguien susurra una nana vagamente recordada.
Claro de Luna. Sonata.
Una sombra ondea en la arena, sutil perfil de mujer, unas cuantas greñas despojadas de la trenza, los labios tibios, entreabiertos, encarnados.
Un cuerpo entre brumas de gasa blanca, acariciando con suavidad la piel, perfilando los senos, la cadera, los muslos y los hombros.
Tierna imagen.
A pocos metros se atisba otra silueta.
Pasos firmes que hacen crujir cada grano de arena bajo sus pies desnudos, la mirada difuminada con el fondo del mar, camisa ancha, desmayada en sus brazos.
La nana cesa.
La arena no suena.
Una mirada afortunada.
Ella huye, la lluvia acelera el ritmo y la melodía desaparece, las gotas golpean con la intensidad de la séptima sinfonía.
Hay un tímido corazón que da la impresión de ahogarse.
Hay un robusto corazón al galope.
Un grito, su nombre, la arena molida.
Las cuerdas del piano casi oxidadas saltan con las notas en la locura de la cuarta.
Blancas y negras se coordinan entre parones y cántaros de lluvia fresca.
Una sonrisa se ha dibujado bajo las greñas despojadas de la trenza, la timidez se transformó en picaresca y dos figuras juegan bajo la tormenta a buscarse entre las dunas y las rocas de la solitaria y estruendosa playa de Abril. Mientras, un piano se desquebraja en las manos de la lluvia a ritmo de Beethoven.